LA ARENA DE LOS CUENTOS




POSTAL DE  FAMILIA  N° 1


(LOS QUE PIDEN CON VERDADERA FE)

Como una cordillera de Marte, así, minuciosamente cuarteada, con milimétricos abismos tejiendo una telaraña del color del barro quemado, así tenía la cara la vieja. Por lo menos de esa textura, porqué parecerse, tanto como parecerse, parecía una tortuga milenaria.

En esa época  yo no sabía a ciencia cierta que puesto tenía la vieja en nuestra casa, solo la había visto un poco sin fijarme, acurrucada en cada rincón oscuro y silencioso, siempre con la boca abierta: parecía un viejo perro a la espera de su mazamorra.

Como éramos veintidós los que vivíamos en un viejo caserón del sur, la agitación de todos los que se bañaban, desayunaban, barrían, salían o entraban,  convertían a la anciana en un constante estorbo del que nadie quería hacerse cargo. Para decirlo en cortas palabras, era el cute mas cute de la casa, y ella no hacía nada más que no morirse.

No era mi abuela, sino la abuela de mi mamá. Había crecido en el campo y se la habían dado en matrimonio a un viejo carnicero de Boyacá. Ella, al  parecer, no tuvo tiempo sino para criar y cocinar, hasta que ya muy vieja y con los hijos grandes se la empezaron a chutar de uno a otro por temporadas. La ponían a hacer oficio y a criar nietos, y de recalada en recalada terminó en la casa de mi mamá, que era poco menos que un manicomio.

Entre las perlas del  collar familiar brillaba mi tío Emilio; ex-ciclista y  mecánico de bicicletas, convertido al comunismo por obra y gracia de Gerardo Molina. Mientras le arreglaba la cicla, el profesor Molina le dio una lección de media hora que  al tío Emilio le duró para toda una vida.  Emilio fue el que me fue contando quién era la vieja muy vieja que teníamos en la casa, mientras trataba de explicarme de un tajo y a todo color la historia de Colombia desde su especial punto de vista. Yo tenía unos cinco años y casi no entendía nada de nada, mucho menos, quienes eran los señores esos que el tío Emilio nombraba siempre con una larga palabrota antes del apellido: “El hijueputa del Lleras”, decía sorbiendo la rabia que le brotaba con espuma por los bordes de la boca. Los iba nombrando y maldiciendo; pero, el clímax de todos sus discursos estaba reservado para “el malparido del Ospina”, y allí sí que se atragantaba de rabia y saliva. Del asunto yo entendía que se trataba de tipos malísimos que chupaban sangre. Yo siempre los imaginaba como a dráculas con gafas alimentándose de obreros y campesinos, y hasta mucho tiempo después no entendí la diferencia entre un vampiro y un político.

Había otras cosas raras en mi tío: una era que, siendo comunista, odiaba a los negros: “ningún negro ganará la vuelta a Colombia - me decía - los negros no pueden ser ciclistas porque son cobardes y perezosos, y el ciclismo es para machos”. Pero, aparte de algunas manías, era un hombre sereno, que lo más atrevido que hacía era presentarse a los entierros de los viejos políticos de los partidos a echarles una puñada de tierra y pisar tres veces duro sobre  la tumba, mientras repetía una oración de venganza contra el muerto. Yo lo acompañé a varios entierros y nunca entendí que era lo que decía, con los ojos cerrados y una risita apretada que le duraba hasta el regreso a la casa.

La casa era más bien un caserón destartalado, con muchas piezas, los pisos de cemento y las paredes teñidas de cal. La lluvia constante resbalaba por las tejas verdosas de musgo y era para mis cinco años la única certidumbre del tiempo. Mientras llovía, mis tíos, mis hermanos, mamá y la abuela se hablaban a gritos; y siempre era de lo mismo: la falta de plata.

La plata y la felicidad eran para ellos la misma cosa.  Mi familia no se interesaba en lo que podían  hacer con sus vidas, sino en lo que ellos no podían  tener por falta de dinero; por eso y otras cosas eran enormes y repetidas las turbulentas peleas entre mis tías. Peleaban porque dormían de a dos en una cama, peleaban por el jabón de tierra, por el vestido que la una se ponía sin permiso de la otra, peleaban por todo. Mi tía Martha por ejemplo, se ponía histérica, casi loca, y al borde de la convulsión expulsaba un fluido torrente de infamias cada vez que alguien pisaba mientras ella estaba trapeando.

Pero bueno, otra vez me estoy desviando de lo que quería contarles; el asunto de la vieja: mi bisabuela. Resulta que después de mucho tiempo de andar por los pasillos y estorbar sin achaques evidentes, un día se cayó en plena cocina; más que caerse, se derrumbó en cámara lenta, como si fuera un barro demasiado mojado que se escurre lentamente. Entre Esteban y Julia la llevaron a una cama y allí se quedó por cinco años. Comía y se paraba hasta la mica donde, “hacia sus necesidades”, como decía mi mamá. Y aunque nadie lo decía, era evidente que a todos se les hacía la boca agua esperando que se muriera la vieja.

El problema del entierro se había resuelto anticipadamente: Julia, la menor de mis tías, se había  ennoviado con Camilo; el heredero de una pequeña funeraria familiar que era su pasión. Camilo lavaba los carros, arreglaba los muertos, sacudía las alfombras, pulía los candelabros y se quejaba cuando los muertos le salían “bombones”, es decir, cuando el muerto no tenía deudos y lo tenían que enterrar a cuenta de nada. Él fue quien, antes de cambiarse a un apartamento, llenó de alfombras moradas y millones de lámparas y porcelanas el viejo caserón.

Entonces como les decía, con Camilo, el entierro de la bisabuela estaba garantizado a cero costo.

Pero la vieja nada, nada que se moría. Era como decían de los carteros: ni el frío, ni la lluvia, ni el viento, ni ninguna calamidad le daban el pasaje final. Cuando parecía que era eterna y todos perdían la esperanza de librarse de la vieja, surgió una cosa inesperada. La empresa Slabe; la transnacional de las “neveras y lavadoras y todo para su hogar, para la reina de la casa, la Slabe que le acorta el tiempo de sus tareas domésticas señora para que usted disfrute su telenovela en nuestros televisores”; inició una gran campaña de publicidad: Entregaría quince millones de pesos a la madre más anciana de Colombia (no decían vieja, sino anciana), en el día de la madre.

A mi hermano Daniel, que escuchó lo del concurso en la radio, se le metió en la cabeza la idea de que no había en toda Colombia una vieja más vieja que el cute más cute que teníamos en la casa.

Dicho y hecho, al principio solo, y luego en tumulto, comenzaron los preparativos para el concurso, que sería televisado en el mejor horario del domingo  en su programa “Domingos especiales Slabe”.

¡Qué decirles! quince millones en esos años eran como decir cien de ahora o más, yo creo que mucho más. Así que Daniel y Eduardo empezaron a buscar, en un trabajo meticuloso de paleontólogos, la prueba de que la señora Edelmira Pineda Viuda de Ortiz, era el eslabón perdido de la humanidad. Pero nada; ni en los baúles de la casa, ni en las casas de los familiares, ni en ninguna parte, aparecía un solo documento que probara la antediluviana edad de la bisabuela.

La emoción y la angustia crecían en el panal familiar. Conversaciones, susurros e  investigación  a las cavernas de los más viejos familiares, lograron determinar que en Cepitá, municipio Santandereano, estaría la prueba irrefutable de la matusalén criolla. Y se armó la expedición; en la vieja camioneta del cuñado Camilo se fueron Daniel y ocho de mis tíos dispuestos a desenterrar a cualquier costo la historia sin blasones de la estirpe familiar. Acamparon en el pueblo y requisaron la iglesia y la casa cural; hasta que un martes dos de abril dieron con la  esperada prueba: La vieja Edelmira tenía ciento veinticinco años tres meses y ocho días, “sin que quede la menor duda, porque aquí lo certifica el padre Escudero Alzate” dijo mi tío Esteban blandiendo el certificado.

Regresaron, y regresaron preparados para la repartición de los quince millones. Esa sí que fue una terrible batalla; cada cual se atribuía mas derecho que los demás al botín de la vieja:  “Que yo, que la tuve que aguantar tantos años”, dijo la abuela, y mi mamá farfulló otro tanto; que no, que yo debo tener al menos tres millones, porque yo soy la que le boto la caca todos los días, vociferó Pastora; que nada, que lo mío debe ser la mitad porque yo fui el de la idea, les gritó Daniel. Todos  se rebullían como gatos, menos el tío Emilio que consideraba una: “repugnante traición de entrega al capitalismo imperialista toda esta feria de indignidades”. Pero a él le dijeron que se limitara a conservar el honor renunciando a su parte de la plata. A lo que él respondió con un: “por supuesto”, más digno que el de una Juana de Arco.

Con todo listo para el día del concurso, se fueron a inscribirla, y la dicha no pudo ser mayor; no había ni una veterana que remotamente se acercara a la edad de la bisabuela. Pero ni aun así pasó la angustia para Daniel, que todos los días iba a cerciorarse de que nadie le había quitado el puesto de ultravieja a su preciado tesoro.

A todas estas la bisabuela; a la que ahora le arreglaban los poquísimos pelos que aun tenía, y le cortaban las uñas con un cortafrio, y le pintaban la boca  con un rojo del color de la salsa de tomate, dijo la única cosa que se le oyó decir en casi siete años; dijo: “quiero morirme”. Y no pudo decir nada más terrible; Porque fue como si con esas dos palabras hubiese provocado un terremoto de frustración y rabia entre la horda familiar, que ya no sabía si rezar o maldecir.

“Vieja desagradecida”, repetía cada cinco segundos la tía Martha; y creo que sus palabras resumían lo que pensaban todos. Sí, vieja desagradecida, vieja tonta, que empezó a enfermarse a semana y media del concurso. Fue  la única vez  que vi unida a mi familia, como en el disco, “todos en torno a la mamá”. Sacaron los últimos pesos que tenían escondidos, y entre todos le pagaron un buen médico; le pusieron enfermera para todo el día, y le rezaron con mas necesidad que fervor los rosarios que le estaban guardando para el entierro.

A solo tres días para el segundo domingo de Mayo, día de la madre, día del concurso, la vieja Edelmira entró en coma; y juro que desde ese instante ninguno de mis parientes volvió a comer o a dormir, solo se herniaban sentados en las bancas de la casa, haciendo una fuerza sorda para que la lluvia terminara y la vieja no se muriera.

Dios, el dios que el tío Emilio tanto niega, los debió escuchar, porque lograron llegar con una abuela casi momificada, hasta el mismísimo radioteatro del CAM, y en su cama, cargada durante dos horas en la camioneta de la funeraria y luego en hombros de su prole, entró boqueando pero victoriosa a las  instalaciones del concurso, y fue presentada como ejemplo, “como la más querida y adorada Madre de Madres”, por un Pacheco pletórico, que pidió aplausos por aquí y aplausos por allí, mientras un notario, espejo en mano sobre la nariz de la vieja, certificaba con voz de enano agripado que “la anciana madre Edelmira Pineda Viuda de Ortiz VIVE, y es la ganadora del gran premio de los quince millones que obsequia Slabe”…lo demás, creo que lo saben todos o casi todos.

Cinco minutos después y ante todos los presentes y televidentes la vieja se murió, mientras hijos y nietos se abrazaban sin control celebrando el triunfo.

Después de eso la primera batalla no fue entre la familia; pero duró más de dos años en los tribunales; fue noticia todo ese año y hasta febrero del siguiente, y al final, el Tribunal Superior falló en contra de la empresa Slabe, confirmó el derecho de la familia al premio y,  en acto solemne, les entregó el cheque. Ahi empezo y trermino la segunda gran batalla; Después de la repartición, la familia no volvió a hablarse nunca, y fue casi a pistoletazos que se terminaron de arreglar las cuentas.

El fin de la historia es más bien paradójico, porque, en menos de tres años, se murió mi abuela, mi mamá, cinco tíos, dos tías y tres de mis hermanos. En cuanto a mí, de todo esto me quedó este crucifijo que mi mamá me compró con billetes frescos de su parte del premio. Cuando me lo dio me dijo: “Esto es para que lo lleve siempre, y para que no escuche lo que dice su tío Emilio; mire que Dios si existe y premia a los que le piden con verdadera fe”, y me lo puso en el cuello. Aunque nunca me lo quito, yo no creo mucho en Dios; más bien creo en el tío Emilio, que al final fue el que se quedó con casi toda la indigna plata del premio. 


NADIE HA VENIDO ESTA NOCHE




 Me mira: ¿Estás enfermo? Su pregunta en realidad es: ¿vas a hacerme el amor? Las mujeres dicen hacer el amor, casi todas las que conozco, las que he fornicado, hablan del sexo como si se tratara del amor. No conozco el amor; no me importa nadie por mucho tiempo. Por lo menos ahora. Cuando aún era niño me gustó Nereida. Era flaca y tal vez hermosa, ya no  lo sé. Se es estúpido cuando se es niño y se es más estúpido cuando se es hombre. No quiero imaginarme lo que podría llegar a ser de viejo. La vejez me preocupa. No seré viejo, no  lo permitiré.



Ella, otra vez, está revolcando los cajones. Tiene tres días en la habitación y parece como si éste lugar fuera desde siempre su rutina y su miseria. La gente dice despreciar cosas pero en realidad se desprecia a si misma; es difícil para ellos aceptar que son seres vacíos y miserables. De espalda ella se ve bien, aunque sus caderas son un poco grandes. No importa, las piernas son blancas y duras, la piel es suave. Tiene gruesos muslos y pantorrillas.



Nadie ha venido esta noche, aunque hasta ahora son las diez. Me asomo cada cinco minutos. La ventana está sucia y la luz del farol no deja ver la calle. No debí haber aceptado el cuarto piso; estaba muy cansado. Nunca acepto lo que no quiero.



- ¿quieres comer?


No quiere. Hoy esta mujer parece no necesitar nada: ni comida, ni compañía, nada. Tampoco yo necesito mucho, aunque preferiría que ellos vinieran. Son las diez y cinco minutos y ninguno aparece. La espera ha sido larga.

Hace un par de días salí a recorrer los alrededores. Hay prostitutas y ladrones; pero un poco más al Sur están los bares para los pequeños empleados de ropa unificada. Son los lamecúlos con una familia que mantener y un pequeño orgullo que sacar a pasear los sábados. Se emborrachan diciendo cosas estúpidas que se inician siempre con un: “yo le dije...”. Si no vomitaran sus complejos los sábados, tendrían que pegarse un tiro en la cabeza. Algunos lo hacen, pero no son suficientes. En el lugar al que entré había varios de esos, con sus chaquetas de cuero y sus modales de sobrinos de la vicecónsul en la puta mierda. Hablaban como siempre de trabajo, de jefes, de primos en otros países, del carro. Me enferman esos imbéciles, son una plaga. Más de una vez los he esperado en el baño y los he dejado limpiándose la sangre frente al espejo sin que el cerebro les alcance a resolver el porqué. Adriana estaba entre ellos, jugando con sus deseos. Parecía pasarles un trapo rojo cerca de los cuernos; su risa era un trapo rojo, sus piernas un trapo rojo, cada movimiento excitaba a los cornudos y ella gozaba incitándolos y desanimándolos a placer. Inteligente.

-          ¿Vas a estar escuchando a estos cabrones toda la noche?
No me dice nada. Más tarde se acerca a mi mesa.
-          ¿Tiene algo mejor que ofrecer?
-          Tengo un cuarto de hotel y tres horas libres.

Un carro pequeño, azul eléctrico, es el suyo. Los ceniceros de las puertas están repletos y hay condones en la guantera. También una pequeña daga.

- Si vuelves a abrirla te bajas, y si tratas de agarrarla, te mato.
Cierro la guantera. En otra ocasión no habría resistido el reto, aunque estoy seguro de que ella lleva otra arma más a mano. Los retos y las ofensas son las fuerzas que me mueven.
- En otra ocasión tal vez. Tengo cosas que hacer. No necesito llamar la atención.
- Es mejor. No me gustan los fisgones ni los maricas.
Las calles están vacías y con neblina. El mundo es una mierda de día, pero me gusta en la noche. También ella me gusta.

- ¿sabes? me gusta la noche. Me llamo Adriana.

 Digo que a mí también. No digo mi nombre. 
Nos revolcamos en la cama como los animales que somos. Sin hipocresías. El poder quiere domesticarnos, pero en el sexo somos lo que en verdad somos. Adriana huele a fuerte; una mezcla de perfume, cigarrillo y sudor de axilas. Es un animal de caza.

No hablamos. Necesito dormir y cuando despierto veo que logró abrir la maleta.
- ¿Para qué necesitas tantas armas?
- Tampoco me gustan las fisgonas, ni los maricas.

No pregunta más. Se va de madrugada y no le pido que vuelva.
Ahora son las diez y quince. Me asomo de nuevo por la ventana. Ya no vendrán.
Adriana regresa al día siguiente, pero ésta ya está en el cuarto y la corre. Encuentro a Adriana al final de las escaleras. Va de salida.

- Tu mujer no es amigable.
- No es mi mujer.

Se aleja sin mirar, que es como una mujer debe irse siempre. He tomado sus datos de la cartera la noche anterior. Necesito lugares para quedarme; alguna vez ella me servirá.

Ésta, en cambio, no sabe cuando irse ni cuando llegar. Ahora se ha ido a buscar algo de comer, cuando la necesitaba aquí, esperando. Después de que todo termine descansaré de su presencia. Adriana tiene razón en algo: esto con Esther, Melisa o como se llame en realidad esta mujer, es como un matrimonio; el mismo cansancio; el odio por las mañanas. El error esta en tener sexo; la gente se siente obligada después, piensa que hay que sonreír; que eso en verdad importa. Lo cierto es que hemos estado juntos en muchos lugares por mucho tiempo. Recorrimos la mitad del país y algunos países de Centroamérica. No estuvimos juntos en cuba ni en Orlando. De Estados Unidos solo conozco Orlando.

Son las diez y cuarenta. Hay ruidos abajo y luces que se encienden y apagan junto a la acera en un vehículo pequeño. No deben ser ellos; ellos no hacen ruido ni encienden luces.

Llevo tres pistolas. Una en cada mano y la otra en la cintura. Bajo de prisa pero con cautela. La encuentro a ella en mitad de la escalera. Sabía que no me gustaban las hamburguesas y siempre compraba hamburguesas; el papel metálico brilla junto a su cara: Esta especie de matrimonio se acabó. Paso por encima de ella sin que la sangre moje mis zapatos; también el empleado de recepción está muerto, al final de la escalera; la bala en el mismo lugar de la frente. Me las tengo que ver con expertos. Siempre es mejor con expertos: obligan a pensar.

El carro sigue ahí, con sus luces prendiendo y apagando, frente a la puerta del hotel. Algunos idiotas se acercan, mientras que yo subo a la carrera los peldaños y echo mis cosas en la maleta y salto por una ventana del lado contrario rasgándome un brazo con un hierro. Alcanzo la calle. Sé que tengo que correr o mañana estaré en los diarios. Una pareja se manoséa en un carro con los vidrios arriba; son vidrios oscuros pero sé que están ahí. Cuando rompo el vidrio y les disparo me miran como si vieran el Apocalipsis. Sí, soy el Quinto Jinete, les digo, aunque sé que ya no me oyen. Los saco del vehículo. No habrá pruebas de mi paso por el hotel; el estruendo me avisa que el carro acaba de estallar. He resuelto un problema: el vehículo, y el otro, las pruebas de mi presencia, me lo resolvieron los que pusieron la bomba en el carro; mañana vendrán los demás. Siempre es así y no me importa; tengo la dirección de Adriana pero Adriana no me sirve, es de la que llegan tarde. Creo que buscaré al sacerdote. Ella (nunca supe su verdadero nombre),  está muerta, y los otros no vinieron. Buscaré el refugio del sacerdote; el sacerdote tendrá una cama para ésta noche. Mañana, otra vez, tendré que contactarlos.




Pasaron la noche en un carro grande y blanco, corriendo por los barrios malos, por los baldíos donde en las tardes se reunían a fumar mariguana y a jugar futbol. Al principio eran seis, pero a la una de la mañana solo quedaban Lucho y Ester, y el primo de lucho, y él. Ellos tenían más de veinte, a él le acababan de celebrar los 16 años. Luis lo llevó donde las putas y lo dejó escoger dos.

  

Cuando se cansaron de andar en el carro y antes de que se hiciera de mañana, lucho los llevo al garaje. Ya ninguno estaba borracho, pero en el sillón él se hacía el caído para recostárselo a Ester sin que Luis se diera cuenta y le parecía que ella lo dejaba hacer. Desde hacía mucho le tenía ganas a la flaca.



No supo cuando se quedó dormido. Se despertó y sintió el olor a colorete, y por las risas entendió que le habían hecho una pinta. Se aguantó porque ya sabía que ellos se encabronaban con los dormidos y los guevones, pero le dio rabia que Ester Ramírez se riera de él con tanta gana. Ella se dio cuenta y se rio mas, y más duro. Luego fue cuando Luis comenzó con el afán de que se fueran a buscar un fierro más decente que el que tenía en la mano. 



- Vámonos, chinos, esto no funciona – insistió Luis.

Fue lo último que dijo esa noche, porque el tiro salió de repente, sin que Luis tocara el gatillo. La bala dibujo una araña en el vidrio de un cuadro, justo después de que el plomo le entró a facundo por el ojo y el rastro le pintó a Ester la cara de una cosa entre gris y blanca. Luis vio la sangre que le salía al facu despacito, y vio a su primo irse de lado, hasta el suelo. 

- ¡Mierda, este hijueputa lo mató! ¡Lo mató! 

Ester se agito en el sillón mientras gritaba su asombro, y cuando sintió los sesos pegados a su piel se limpió a cachetadas la cara y el vestido, entre gritos, con rabia. Luego vomitó.

Ese día Luis los llevaría a él y a facundo a estrenarse como atracadores en la panadería de los Rosas. 

II

Cuando volvió, el lugar le pareció más chico. El sillón no era el mismo, pero ocupaba igual espacio. La lámpara vieja aun estaba, y los cuadros, pero todo se veía más real que antes bajo una luz intrusa, aburrida, untada del metal de las nubes de allá afuera y del calor de esa ciudad que le parecía sin pasado y sin futuro. 

Había vuelto por ella. 

III

Pasó tres años en el reformatorio de menores y luego dos en la cárcel para grandes. Allá se encontró con un lucho viejo y sin dientes, flaco, como de cincuenta y perdido en el vicio.

- Chino, me agarró la tomba y me cogió el vicio. Estoy jodido ¿cierto?

Y estaba bien jodido. Y de paso le había jodido a él la vida. Por eso prefirió no responderle y se fue a otro lado, donde Luis no podía entrar.

- ¿Ese es el man? Le preguntaron 
- Ese es. Les dijo.

Allá era así. Se entendían rápido, y todos tenían ganas de cobrar. Allá las faltas se pagaban.

VI

Ella le dijo que se había casado, que no lo había vuelto a visitar porque el marido no la dejaba; que sí, que había sido un tiempo chévere, pero que ella era otra persona. No le mostro fotos, como no se le muestran los hijos a los desconocidos. Lo que le mostro fue desconfianza. 

Él la miró bien, de arriba abajo, y ella le aguantó la mirada. Ya no era flaca y el pelo se le había vuelto casi negro, pero estaba  bonita. Le pareció una hembra para lucir y para la casa. Entonces se lo dijo:

- vine por usted.
- Le agradezco, mijo, pero ya le dije.
- Vine porque usted también me debe.
- Yo no tuve que ver, yo no debo nada, a nadie le debo nada. Dígale a Luis, él fue el que lo metió en eso.
- A Luis ya le dije. Y viera que no le gustó.
- A mí no me importa nada de él. Y no quiero problemas. Yo ya le dije. Además, yo a usted le he tenido aprecio. 
- Ester, casi cinco años haciéndome la paja por usted y ahora nada más me dice que me tuvo aprecio. Eso no me sirve Ramírez. Yo quiero al menos una noche.

V

- Nunca le pegué a Lucho. Le dijo con una sonrisa Miriam.
- Yo sí. En la cárcel. Hicimos una fiesta y se lo dimos de regalo a los cacorros. Luis se encabronó y le metí la mano. 
- ¿Por lo del muerto?
- Sí. Me dijeron que por menor a mí no me daban cárcel, que en semanas estaba afuera. 
- ¿Quienes le dijeron?
- Me dijo Luis, cuando me dio el fierro. Ella no dijo nada, pero en eso estuvo su culpa.
- Y... a mi hermana ¿la piensa matar? 
- No. La voy a dejar viva, quiero ver a Ester con miedo, miedo por las hijas, cagada del miedo.
- estaba tragado de ella ¿cierto?
- Yo no me acuesto con  usted para que me haga preguntas sino para que culee.
- No, usted se acuesta conmigo porque soy la hermana de Ester y porque también fui mujer de Lucho, por desquite.
- No. 

Le dijo a Miriam que no, y después le metió dos tiros en la cara, se vistió y se fue.                            

Hay quien dice que lo ha visto caminando por el barrio.



SONATA EN EL TIEMPO




Buscó a Diana varias veces, insistente. Marcó su numero sin recibir respuesta, se paró en las noches frente a la casa de Carmenza, que era la única que se atrevería a escondérsela. Su linterna iluminó a medias la oscura fachada de la esquina y después extinguió la luz en la larguísima callsiempre vacía y en tinieblas.

No le gustaba que nadie se le escondiera, y menos una mujer, y menos Diana. Por eso la buscaba. Vigiló la cuadra de Carmenza, y  la siguiente, donde en un segundo piso estaba el cuarto de Diana.  Iluminó varias veces ese pequeño cajón blanco, al final de la escalera metálica, que se sabía de memoria: la cama ancha, en la que las sabanas desordenadas hacían dibujos de la virgen teniendo sexo – según decía Diana,  – la peinadora de madera, con el espejo opaco, la barra donde colgaban las faldas pobres, ordenadas para cada día. Y el retrato del otro.

Todavía fue a esperarla en la penumbra después de que la prensa comenzó a decir que Diana tal vez estaba muerta, y cuando los investigadores ya lo daban por asesino. Luego ya no volvió por ella, sino por Carmenza. No le gustaba que lo acusaran, y menos una mujer, y menos una amiga de Diana. Por eso tenía que esperar en la oscuridad, ahora sin linterna, sin nada. Seguramente el otro ya lo estaba siguiendo, y él lo esperaba. En el follaje de las sombras miraba inútilmente hacia atrás, atento al más leve crepitar de las hojas secas, que le decían que el otro ya lo estaba alcanzando. Ese ruido le espantaba el corazón y lo hacía correr para no ahogarse, y en la carrera se caía y se levantaba antes de volver a correr entre la oscuridad, y volvía a correr ciego, por las calles heladas, hasta que el cansancio lo hacía detenerse. Escuchaba el silencio y su corazón asustado, regresaba despacio, tanteando la cara de la noche.

II

Lo fue a esperar muchas veces. Estaba seguro que un tipo así volvería al barrio y buscaría los lugares conocidos, y a Carmenza, porque ella  avisó lo de Diana. Seguro la buscaría para vengarse y entonces el podría atraparlo y aclarar las cosas, y aclarar su vida. Ninguno de los dos se dejaría ver de la otra gente, para eso les servía tanta oscuridad; ni  él ni el otro podían salir de día ni confiar en nadie.

El otro seguro era astuto y no se dejaría agarrar fácil. Ni los fiscales ni la policía lo iban a descubrir porque creían que se había volado para Venezuela. No, era más fácil que lo encontraran primero a él, que se sabía todos los trucos de la fiscalía. Y él sabía que el otro estaba cerca, porque sabía cómo pensaba. Lo conocía del miedo que enturbiaba los ojos de Diana,  de sus palabras, de sus silencios, y del  olor a fiera que se camuflaba en la piel de ella.

Por eso lo buscó en los alrededores, por eso se pasó horas fumando en la esquina que une las dos interminables sombras de las calles, ocultando el resplandor del pucho con la palma de la mano. Nunca había nadie en la casa de Carmenza, ni en los andenes, y las puertas y las ventanas del barrio estaban siempre cerradas. La tienda ponía las rejas muy temprano, cuando empezaba a oscurecer y el apenas estaba llegando. También lo esperaba en la calle de Diana, que él nunca había visto de día pero se sabía de memoria. Una calle donde a todos los perros los envenenaron y los gatos fugaces se detenían a mirarlo a través de penumbra neblinosa.

Las colillas en el pavimento, que alguien lanzaba cada diez minutos desde una buhardilla, amortiguaban sus pasos y lo hacían sentir menos solo. De vez en cuando un murciélago de luz se acercaba dando tumbos antes de que una cara se asomara por alguna ventana; luego el rostro volvía a esconderse, igual que un sapo asustado. Esa luz no le importaba, la otra sí. Sabía lo que traía adentro la otra luz: empezaría por un mínimo brillo y luego iría creciendo hasta convertirse en un resplandor con ruido de motor. Los carros aparecerían, las puertas, los policías. Habría confusión y disparos. No quería morir. Cada vez que creía ver nacer el brillo, allá,  al fondo, corría desesperado sobre el cascajo, sin poder mirar hacia atrás, con la mano al frente para amortiguar el golpe si se estrellaba contra algo. Corría escuchando unos pasos muy cerca, y se caía entre la penumbra y se volvía a levantar, una y otra y otra vez. Hasta que estaba lejos, hasta que llegaba cerca de donde empezaban las calles iluminadas. Entonces se detenía a buscar el aire esquivo. Después regresaba.

III

Lanzó otra colilla por la ventana, segura de que nadie podía verla. Abajo estaba otra vez alguno de los dos, lo sabía aunque no escuchara sus pasos. No sabía si se turnaban para vigilar su casa y la pieza de Diana o si se estaban vigilando el uno al otro. Los ruidos eran confusos, lo que pasaba era confuso. Al uno lo acusó y seguía libre, al otro lo aventó con la prensa por la foto del retrato. Estaba visto que nada servía de nada.

Nunca había estado más sucia y cansada, ahora la vida se le iba en tomar gaseosa, comer espaguetis con atún, aguantar. Se daba ánimo pensando que ellos se cansarían de esperar, de buscarla. No era verdad, ella sabía que seguirían viniendo hasta encontrarla.

Las raras veces que a los de la tienda les traían el mercado, esperaba que uno de los dos se bajara. Abriría la puerta, caminaría sobre el quejido de las piedras mirando hacia el cuarto de Diana y de repente voltearía los ojos hacia su buhardilla, pero no haría nada. Una noche ella sentiría una respiración caliente y unas manos le taparían la boca. Sabía que luchar sería inútil, que ya estaría perdida. Cuando se imaginaba ese momento, el corazón se le apretaba en la garganta y sentía mucha sed. Luego se tranquilizaba y podía dormir. Dormía de día, solo de día; en la noche vigilaba.

V

Perdida entre la continua refulgencia de las luminarias, Diana recorre la inmensa ciudad. Mira hacia atrás, espera el momento en que verá los ojos y las manos de los que se la llevaran para siempre.


(UN CUENTO SIN FRONTERAS) 

Desperté colgado de una grúa de construcción, bocabajo, a diez metros del suelo. Estoy amarrado de los pies como un  pollo que llevan al mercado,   siento que me estoy muriendo  y dos tipos, allá abajo, me están jodiendo con preguntas. 

-        Entonces, ¿qué querés, hijo? ¿Qué te soltemos? Te vas a hacer mierda si te soltamos. – me dice el flaco, que parece ser el jefe.
-        ¡ bájenme
-        ¡Pero hijo! es que no colaborás para nada – se ríe el flaco.
-        Ve, pelao, apostemos a quien aguanta más – me dice el calvo, el mismo calvo del concierto - si nosotros aquí, tomando cerveza, o vos allá, miando a poquitos.

Los seis de abajo se ríen; estoy tratando de orinar de a poco, para que los orines no me lleguen a la cara. Para más males la garganta como lija, la cabeza me estalla, casi no veo nada y a pesar de las ganas no tengo nada que vomitar en el estomago.

-        Ve, pelao – insiste el calvo – a vos no te parece que ya esta bueno. Si no nos decís nombres, se nos va a acabar la paciencia. Te comento que yo me sé un juego que se llama tumbar el coco. Es a pedradas, ¿me entendés? 

El otro, el flaco, no le para bolas a lo que dice el calvo, pero vuelve y me pregunta que qué quiero. 

-        Es fácil, muchacho. No más decinos quien sabe y que sabe – insiste con amabilidad.
-        Déjeme pensarlo. – le digo, como si yo tuviera la ventaja y el tiempo.

Ellos se van hacia la sombra y se meten debajo de las latas de zinc, que hacen de techo a una piesa pequeña, o al menos así se ve desde acá arriba. El murmullo que se escucha deben ser las voces de estos malditos.  Hay un edificio vacío, a medio construir, al otro lado de la grúa de donde cuelgo. Hace unos años yo tenía una grúa como ésta entre mis juguetes, una grúa de construcción amarilla, metálica. 

Que mierda – me digo -  ni siquiera sé porque me metí en esto. Ni siquiera sé que es esto. El calor me duerme de a poco y luego me despierto intranquilo, cuando ya es de noche. Abajo se ve la luz pobre de un bombillo. Es una luz amarilla, aburrida, que ilumina la entrada de la piesa donde se metieron los que me tienen secuestrado. Pero nadie sale, no se oye ni una voz, nadie entra, nada.
Me cuesta respirar, la sed es imposible.

-        ¡Hijueputas! - grito, para ver si alguien me escucha.

 La voz me ha salido como un chorrito débil, empapado. Debe ser porque me oriné del todo. Estoy mojado, como si tuviera cuatro años, pero a los cuatro años no trataba de tomarme los miaos y ahora la sed me obliga a intentarlo. Lo de orinarme pasó mientras dormía, como también pasó lo del sueño. Lo recordé todo en el sueño:

Mónica, la borrachera con Andrés y Mateo que botaban latas de cerveza desde el carro, el amanecer frente a la casa de la prima de Andrés, la resolana y el caldo del desayuno, el tío Jorge llevándonos hasta donde se podía acercar el carro. Luego la caminata, el calor, la sed y el gentío.

Ni siquiera recuerdo cuando ella y yo nos separamos del resto, pero, con lo que me gustaba Mónica, no me importó para nada en ese momento. Caminamos por la orilla del charco al que todavía llaman río Pamplonita, rodeando los bordes de la turbamulta, sin esperanzas de ver de cerca a Alejandro Sáenz, a Juanes, a los otros. Íbamos por ellos, porque en realidad no nos importa nada de la política.

En el concierto tenía mucho sueño. El calor lo empeoraba y a ratos me quedaba dormido de pie, en medio de la gente, de la mano de Mónica como un idiota feliz. La sensación de andar por el desierto aumentaba y ya de mal genio y sin fuerzas me acurruqué un momento, tratando de que los de al lado no me pisaran. Me pisaron y me enfurecí. Miré a la vieja pintarrajeada y vestida de adolecente: ¡momia ciega y ridícula! - la azoté con la lengua-. Se quedó callada, pero un tipo alto y musculoso, en camiseta sisa, me dio un empujón diciéndome: respete a la señora. ¡Este hijueputa Brutus! le grité, porque se me pareció al Brutus de Popeye. En la confusión alguien lo escupió en la cara y él pensó que había sido yo. Me encendió a patadas. Vinieron los gritos, la confusión, las caídas. Me quedé sin aire y ya no vi más a Mónica. Cuando el gorila se fue, intenté buscarla pero salieron los cantantes. A Carlos Vives no se le entendía nada y ya no me importaba una mierda el concierto.

Con el miedo y la resaca me dieron ganas de ir al baño, pero no había un baño en un kilometro a la redonda. Busqué en el bolsillo, todavía tenía servilletas de la noche anterior. Me fui lo más lejos que pude, por el río, por entre la gente que se hizo en ese lado para drogarse. Me senté en cuclillas a pasar la diarrea donde creí que ya no había gente. Medio dormido, hacía dibujos en la arena con un palito, hasta que escuché que hablaban, unos metros más allá, en dirección al concierto. Era una muchacha muy blanca, bonita, de pelo rojísimo, con los labios pintados de negro y los ojos enmarcados en pintura violeta como si fuera rockera. También estaba el calvo y otro más.

-        ¿Y si es él? – preguntó la muchacha.
-        Sea o no sea, no me arriesgo – dijo el calvo  - ya veré como lo soluciono. 
-        Pilas Bielsan, esto es grande, no la vaya a cagar ni a echarnos a la guerra.
-        Mirá, Marlín Manson, resolvéme esta ecuación: si el güevón ese es el único que nos puede cagar, y si el güevón ese es el único que me conoce, entonces…

No completó la frase, revisó una pistola, se la guardó en el pantalón. Se fueron.
Me asusté, así que esperé para levantarme. Luego regresé al concierto para buscar a Mónica. Quería irme de ahí, pero quería llevármela conmigo; estaba enamorado, o bueno, en ese momento me parecía que lo estaba.

Pude entrar un poco entre la muchedumbre compacta y sudada que saltaba y gritaba coreando las canciones, levantando las manos. Me pareció ver el pelo de Mónica unos metros más allá (el pelo de Mónica, que es de un rojo demasiado intenso, pintado). Grité lo más fuerte que pude, pero ni yo mismo me escuchaba. El cardumen del gentío se agitó y me fue arrastrando. Seguí buscándola, buscándola como un pendejo, hasta que no pude más y volví hacia atrás, rebuscando la salida al rio.

Entonces, casi al final de la gente que empujaba y me empujaba, me tropecé nuevamente con el que me había pateado. La cara de Brutus me quedó a diez centímetros. Intentó un golpe, pero alguien se lo detuvo.

Era el calvo, y, en ese momento, agradecí a Dios su presencia. Después no entendí bien que pasaba. La rockera blanca de los labios pintados de negro empezó a gritar y a llorar. Gritaba que Brutus le había tocado los senos. Gritaba y gritaba. El Brutus trató de hablar, pero le llovieron patadas y puñetazos. Se cayó. Lo siguieron pateando mientras la gente de más allá coreaba una canción de Juanes sin percatarse de nada. Era para no creerlo. Brutus tenía la cara reventada y se estaba ahogando en sangre. Yo, que estaba muy cerca, alcancé a soltarle un patadón en la nariz; sentía una rabia demente y por eso ayudé al calvo y otros desconocidos a arrastrarlo hasta detrás de unos árboles, fuera del terraplén del concierto.
Ahora lo sé. Brutus no le tocó las tetas a la muchacha. La rockera venía detrás de mí, ella era la del pelo rojo que confundí con Mónica. Solo en este momento, cuando no sirve para nada, recuerdo ese detalle y entiendo para que gritó la rockera y como pasó que entre todos mataramos a Brutus.

Lo vi morir. El tipo volteó varias veces los ojos y se quedó completamente quieto. Pareció estornudar por boca y nariz. Nos dimos cuenta de que estaba muerto y salimos corriendo. Intenté pasar al otro lado del rio. Aunque se decía que había mucha seguridad, no vi policías y en el lado venezolano no había guardias, si pasaban era muy de vez en cuando. Del otro lado me caí. Maldije mi tobillo dislocado. 
Oscureció. Me arrastré  y con cuidado pasé el río, bajito pero resbaloso. Volví al lugar donde quedó muerto Brutus, pero el cuerpo ya no estaba. No había nadie, y no había visto policías, ni linternas. Nada. Como si nada hubiera pasado y Brutus nunca hubiera existido. 

Como pude traté de salir y fue entonces cuando vi el carro. Estaban los seis tipos que después me colgaron de la grúa. Estaban armados, hacían cuentas con calculadora y revisaban varios morrales de estudiante. Sus palabras me llegaban en oleadas sin que entendiera una frase completa.

Traté de alejarme de regreso al rio y me escucharon. No podía correr y ellos sí. Me alcanzaron y me dieron la primera paliza. El calvo me reconoció, me echaron en el puesto de atrás del carro y me dieron tan duro que quedé inconsciente. Luego desperté colgado de la grúa, hablé con el calvo y el flaco, se fueron y me dejaron colgando de la grúa. Eso ha sido todo. La novedad es que a lo lejos se acercan unas luces de carro. Junto las últimas fuerzas para rogar al cielo que vengan a rescatarme. 

Despierto otra vez. Todo está oscuro. Huele a aceite y a sangre. No siento el cuerpo, me estoy ahogando y el mareo no me deja pensar bien. Lo que me queda de conciencia, como un eructo de esperanza, me  sorprende: voy en el baúl de un carro. Al principio me alegro, pero luego me queda el regusto amargo de la verdad. Si me hubieran rescatado, no vendría en la cajuela del carro.
Voy en el baúl de un carro y la sangre que huelo debe ser la de Brutus. El carro brinca y entra mucho polvo. Me llevan por una carretera destapada. 

Todo está mal. No vi a Juanes, a Alejandro Sáenz, a Bose ni a Montaner, no vi ni siquiera a Juan Luis Guerra, que es un tipo alto, no canté la canción del espagueti. Me fue como a los perros. Perdí la oportunidad con Mónica, no volveré a ver a mis amigos, ni a mi familia, y ni siquiera estoy triste.  Como si fuera la televisión o le estuviera pasando a otro. Pero me pasa a mí. 

No me van a encontrar. El concierto les sirvió para algo más que para la paz de los pueblos. Pasaron un viaje de droga y se quitaron de encima al Brutus convencidos de que ninguno de los que lo matamos dirá nada. Claro, yo menos que ninguno. 

El Brutus será otro que se pierde. Las marchas y pancartas no sirven para nada, y a menos que sea policía, será como yo, uno más entre los miles que salen a la calle y no vuelven a nunca más.